Has paseado por sus rincones en cientos de ocasiones, pero siempre te acaba asombrando. La recorres a diario, varias veces, pero no crees que la conozcas del todo. Te reconoces en sus escaparates, sus parques, sus plazas, pero siempre tiene algo que te sorprende. No sabes qué es, pero lo notas: tu ciudad tiene algo familiar y mágico a la vez. Es su forma de brillar.
Sal a la calle, echa a andar, observa todo a tu alrededor, juega a imaginar quiénes son todas esas personas con los que te cruzas, adónde van, qué están buscando.
Y anótalo.
La abuela que espera con ganas este momento de la semana en el que se queda por fin con su primer nieto. Un balón que sale huyendo peligrosamente hacia la carretera. Una dependienta vistiendo de nuevo al maniquí del escaparate. Tu canción favorita en los labios de una cantante que actúa en la calle. Un perro que busca un poco de sol para descansar como merece. El olor de tu panadería. Un recién llegado, en su primera ronda de reconocimiento. Dos vecinas hablando desde la ventana. Una mujer dormitando en la parada tras una larga jornada de trabajo. Un camión de la mudanza cuando la casa se ha ha quedado pequeña. Ese turista desesperado por encontrar a alguien que entienda su idioma. Una joven pareja que acaba de reconciliarse. Las risas que vienen de la terraza del restaurante. Un grupo de amigas de la infancia que se reencuentran justo hoy y que saben que la ciudad es para ellas.
Y tú justo en el medio.
Es tu ciudad, con su forma de sentir, sus escondites, su manera de vibrar. Y siempre hay una joya que va con ella: tu trabajo, hoy, es encontrarla.