Lo repites año tras año y casi ni recuerdas cuándo fue la primera vez. Seguramente fueras pequeña, lo que experimentaste te impresionó, era algo mágico. Por eso se ha convertido casi en una tradición para ti y los que te rodean, lo revives año tras año. Al llegar este momento del mes esa pequeña se apodera de ti. Y rememoras. Vuelves a sentir lo mismo que esa primera vez que saliste a observar las estrellas de agosto.
No es una noche más de verano. No puede serlo. La quietud, el bochorno y el letargo son sustituidos por una extraña emoción, un continuo descubrir, un pequeño sobresalto alegre que vuelve cada poco. Miras arriba hacia el cielo: hay algo mágico en esas estelas que rompen la noche. Algunas llegan de improvisto, cuando menos lo esperas; otras se hacen de rogar; alguna, decide no llegar nunca. Siempre atenta, pase lo que pase. Descubres en este pequeño acto, apenas un juego, toda una alegoría. Es la vida misma, con sus sorpresas y destellos lo que observas.
Pero siempre atenta, pase lo que pase.
Ahora te contemplas a ti misma. Te gusta lo que ves, adviertes una misteriosa conexión con lo que te rodea, con quienes te rodean. «Pide un deseo», oyes decir. Y lo piensas y lo repites.
Pueden pasar por el cielo cientos, miles de estrellas fugaces. Con un poco de suerte podrás ver un puñado de ellas. Pero cada una es distinta e irrepetible, cada una tiene su momento, cada una es un deseo. Como tú. Descubres que no hacen falta propósitos, ni anhelos. Te basta con poseer instantes como este. Momentos pequeños que convierten la vida en algo grande.
Te das cuenta de que tú eres quien más brilla en este precioso momento.