Llevas meses esperando este momento. La rutina, últimamente, se te hacía más y más pesada: los días, cada vez más largos; las hojas del calendario, cada vez más pesadas, parecían ser más que simples trozos de papel, no avanzaban. Prisas, una sucesión de acontecimientos que se suceden de forma indiferente, llamadas, mucho ruido, demasiado ruido.
Hasta que, por fin, casi sin quererlo, llega ese día que llevabas meses esperando. Es la hora de detenerse, de hacer una pausa. Te merecías un descanso, dejar la costumbre a un lado. Es el momento de parar, de reponer energías, de dedicar unos días a abstraerse, al silencio y al simple hecho de no hacer nada en absoluto. Estás deseando parar.
Pero no lo hagas del todo.
Tienes que dejar un resquicio abierto a la sorpresa. Y hay cosas que, con el simple hecho de parpadear, pasan volando delante de ti sin siquiera reparar en ellas. Muchas de esas cosas, sencillamente, merecen la pena.
Quien está completamente detenido no se percata de lo estimulante que es el camino. Quien no se mueve de su sitio no advierte las sorpresas que depara su entorno. El que mira de continuo la línea del horizonte del mar no descubre los barcos que flotan junto a él, los peces que deambulan por el fondo, los niños jugando a su alrededor.
Afloja el paso, pero no te pares. Relaja tu mirada de tanto estímulo, mero no dejes de observar. Mantén siempre los sentidos alerta: nunca sabes dónde se esconde todo eso que nos emociona.