Hay ocasiones en que uno busca la soledad. No es algo que venga impuesto, sino que es un estado que, a veces, el creador busca para dar rienda suelta a sus pensamientos, para tirar del hilo de esa idea de joya que tiene en mente, pero que por un motivo o por otro no acaba de manifestarse.
La inspiración, ya lo sabemos, es caprichosa.
Por eso, está sentado junto a un árbol en un bosque, no muy lejos de su casa. Le gusta pasear por estos parajes, perderse de vez en cuando por la tierra que le vio nacer. Es una manera de desconectar, de hacer compendio de lo que va sucediendo en el día a día. O, puede ser, de no pensar en nada en absoluto.
Observa a su alrededor y le llama la atención algo. Tal vez sea una piedra en el suelo, una rama, el colmillo de un animal, una semilla… La inspiración, caprichosa, le sugiere algo: no son solo objetos dispuestos al azar en medio del monte. Para él son un posible colgante, el acabado de una pulsera, un anillo, un pendiente.
El entorno es el opuesto al que está acostumbrado en el atelier en el que nacen sus joyas. Pasea, se pierde, encuentra un camino… Pasa del mayor de los silencios, de la tranquilidad absoluta a percibir el sonido de un animal a lo lejos. Sus sentidos se agudizan, disfruta de lo que le rodea, como si no existieran más lugares en el mundo.
Se acuerda con cariño de los caminos que le vieron crecer. Para él todo empieza en el campo. Hoy, solo o acompañado, meditando sus creaciones o en familia, transita estos rincones de los Montes Torozos —por ejemplo— con la ilusión intacta. El niño que se emocionaba con un alondra es hoy el artesano que recorre el mismo paraje para reencontrarse con ese pequeño y, claro, para tropezar con ideas que, después, cobrarán forma de joya de sus manos. La inspiración, de nuevo, es caprichosa.